Movido por el deseo de reencontrarme con mi padre empeñé tres cuartas partes de mi existencia entre estudios, ensayos y errores. Me quemé las manos para iluminarme. Esquivé miradas y besos para no trascender fuera de mis propios laberintos y, una vez prescindible, viajé al pasado.
Los arcos crepitaron hasta la casa donde tantos juguetes y muebles había desarmado. Entré por la puerta de chapa siempre abierta del frente, mientras intentaba sosegar mis temblores.
El niño que yo fui levantó la vista, me señaló y dijo: “¡Papá, volviste!”
Lo abracé.
Lloramos: yo, niño, por sentir la presencia de un ser amado que había vuelto de la muerte, y yo también.
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