sábado, 23 de julio de 2011

El Monstruo detrás del muro

Flash. Sangre, paredes salpicadas con sangre. Cascada de sangre coagulada desde el piso superior hasta la cocina. Trozos de piel y vísceras tras un montículo de cubos de colores. Flash. Un cuchillo de carnicero. Flash.

La seguidilla de sucesos extraños se desencadenó al parecer porque Juanita no quería tomar la leche. Los padres disgustados se evitaban mientras ella corría de la cocina al jardín y del jardín al lavadero. Llevaba una cacerola, traía jabón en polvo, y siempre balbuceaba como si estuviera recordando algo. Al rato los estruendos llegaban del piso superior, juguetes disfrazados con ropa caían por las escaleras como títeres suicidas. La leche se enfriaba.

Juanita fue advertida una vez más. Valeria dio un salto en su silla y la borrega se quedó quieta, mirando mientras le hacía pucheros.

—¡El mostro me mira, mami! —dijo la niña sentándose en su banqueta.

El padre abrió exageradamente los ojos y se llevó el índice a la boca, como una enfermera.

—Vos desayuná y dejá de hacer lío —dijo la mujer.

—¡Juana! ¡Fue Juana!

El macho de la casa continuó con su almuerzo, mientras Fantasma ronroneaba acurrucado en su falda, como siempre. Valeria apuntó su cuchilla hacia la niña, pero la niña salió disparada hacia el living, y ahí, en un rincón, vació un baúl de cubos de colores. Juanita no era Juana, pero no le hicieron caso.

Valeria se levantó sin decir nada y se puso a lavar su plato. El oficinista terminó la sopa y colocó el plato en la pileta.

—Lavate tu plato.

—Cuando vuelva del trabajo —dijo Marcos mientras colocaba su pequeño gato blanco en el suelo.

—Lavate…

Marcos ya había salido al trabajo, aunque no iba a trabajar.

Vale rendida apoyó sus brazos en la mesada. Respiró hondo y recordó que la leche se enfriaba.

—¡Juanita!

Entonces el primer indicio de presencia sobrenatural se manifestó, una voz aguda y felina se escuchó con claridad en toda la casa, y la voz dijo:

—¡Juana! —los ecos estremecieron los cristales.

La dama del delantal rompió el plato al darse media vuelta sobresaltada, en esos momentos donde el tiempo se expande y la boca se aridece. Cuando todo lo demás se vuelve silencio y el oído se enfoca porque lo que esperamos es una alarma clara, el grito de nuestra propia voz frente a la aparición de lo extraño.

Con pequeños pasos caminó hacia la puerta, otra persona hubiera ido corriendo al escuchar eso en el hogar, pero Valeria debía luchar en cada movimiento contra la parálisis que le imponía el terror, contra la visión de esa arcada palpitante. Se apoyó en la pared, asomó su cabeza al living, y en el rincón más alejado, vio una muralla de ladrillos de colores de metro y medio de alto que cercaba el espacio suficiente para refugiar a la pequeña.

—Juanita… —susurró la mujer acercándose de a centímetros a la muralla, mientras esperaba una respuesta violenta.

Valeria sabía que la niña estaba allí, hacía lo mismo bajo montañas de ropa cuando no quería comer, pero no se explicaba cómo había hecho para responder con esa voz. Quizá haya sido una ilusión, la tele, la calle, o una bromita de las que suele hacer.

—¿Quién anda ahí? —quizá era su hermana, que siempre caía de improviso.

De repente, luego de dar el último paso, sintió un sopor y se sorprendió pensando en cómo sería el pequeño ataúd del funeral, qué le diría a su suegra, cómo saludaría a esos familiares que no soporta, en el alivio de no tener hijos, y en la manera que disfrutaba el tiempo en que ni su hija ni su marido merodeaban la casa, en hombres que citaba sin recaudos.

A veces los sueños se convierten en pesadillas, que son deseos, los deseos son perros, y un perro mata a otro. Se arrepintió al instante de lo que pasó por su mente en solo dos segundos, pero su boca ladró otra cosa.

—¡Maldito sea el polvo…! —el insulto quedó trunco, no por remordimiento, sino por miedo al castigo.
—¡Tengo hambre…! —dijo la niña desde atrás, y prosiguió con tono despectivo y entre dientes —¡Mamá!

En sus diminutos brazos estaba Fantasma, tenso, con ojos desorbitados y parte de su pelaje mojado. Pero algo había tras el muro de juguetes, al menos eso era lo que decía la intuición femenina. Valeria intentó dar un abrazo a su hija, y antes de tocarla sintió un helor que recorrió su espalda. Se quedó quieta mirando mientras Juanita volteaba hacia la cocina. Oteó el muro de soslayo para ir y preparar la leche con la intranquilidad en la nuca.

Leche fría y galletitas.

—¡Caliente! —gritó la niña y empujó el tazón despacio hasta el borde de la mesa. —Quiero la leche caliente, ¡Cómo siempre!

El recipiente tiritó, cayó solo, uno a uno sus pedazos se despidieron de su propia historia, de manos a manos, a labios, a vientre, y la leche quedó en el suelo vaporoso.

—¿Qué te pasa nena? —el rostro congestionado por el miedo. —Voy a prepararte la bañera.

—¡No me voy a bañar!

—Juanita…

Y la pequeña se llevó el dedo a la boca, solicitando silencio como lo hacía Marcos. Entonces habló con autoridad.

—¡Cuidá el tono, hija de puta!

Para Valeria las películas de terror eran una pérdida de tiempo. De haber visto “El Exorcista” hubiera sabido qué hacer, aunque si de algo se jactaba era de no creer en nada. En cambio lo que intentó fue tomar el celular de un golpe con las manos temblorosas, pero los niños son más expeditivos cuando de lastimar se trata, y sintió un dolor punzante en el monte de Venus. Era Juana, que amenazaba con una cuchilla de carnicero sonriendo.

—¿Vas a llamar? —se acarició la yugular con el filo.

Juana se relamía y movía la cuchilla por su cuello como quien mueve un vibrador, y de nuevo a la entrepierna de mami que cerraba los ojos con fuerza, escurriendo en su pestaña una lágrima.

—¿Quién va a venir hoy? —dijo Juana mirando a la puerta de calle. —¿El que te hace gritar mientras duermo o el que deja olor a pipí en el baño?

—Nena, por favor…

—Te quedás quieta, sentate, que es lo mejor que sabés hacer.

Transcurrió la mañana, entre portazos y voces guturales que bajaban por la escalera. Valeria ahorró movimientos para buscar agua con los ojos entrecerrados. A medida que la claridad se iba despidiendo por las ventanas, las luces se encendían y apagaban solas, hasta que se quemaron.

Cuando el crepúsculo se consumó, sombras de apariencia no humana comenzaron a brotar de los rincones y a pasar de lado a lado en el salón. Valeria tenía miedo de aguzar la vista y de parpadear, prefería la duda, atribuir todo aquello a una ilusión causada por el agotamiento nervioso. De cualquier manera pensaba excusas por esos golpes en las paredes y los rumores ásperos, pero lo que oía eran puñetazos de impotencia, resentimiento hacia la vida y los vivos. Respiró profundo pero entrecortado. La necesidad por su marido resurgió después de años: “No te entretengas pelotudo, vení.”

—Nooo… —El aliento gélido de esa voz sobrenatural, hizo colapsar a la pobrecita, y se desmayó.

Marcos abrió la puerta, bajó y subió tres veces el picaporte y luego entró. La vida está llena de pequeños rituales que deben hacerse, y él presentía que el orden se le iba de las manos. Se olfateó las mangas de la camisa. Tardó en darse vuelta hacia el comedor. Se tomó un respiro. “Olor a quemado.” Miró y ahí estaban su hija y su mujer, sentadas como dos niñas jugando al té a la mesa embarrada de calabaza. La esposa contemplaba a su marido con rostro inexpresivo, demacrado, y la cría sonreía.

En un momento Valeria vio de reojo a su pequeña comensal y tragó saliva. El hombre de la casa se acercó lento, esperando que alguien le salte para matarlo, porque esa era la sensación que tenía. El hilo tenso de una mirada desde atrás le enredó el cuello. Uno de esos minutos que duran horas y se recuerdan hasta la muerte, la breve muerte membranosa que se despliega y se acerca desde todas las cosas. Un paso, un suspiro, otro paso, un pestañeo. Marcos no se animó a decir palabra, esa calma espesa de seguro era mejor al posible desenlace de la escena que estaba protagonizando.

Bajo la mesa, la niña acariciaba a Fantasma con fuerza. El gato gruñía, y Juana lo escupía y continuaba acicalándolo, cada vez con más violencia, clavando más las uñas.
—Querido —la voz de Valeria evidenciaba el agotamiento—… ¿Me das agua?
Él abrió el grifo, sirvió el agua y dejó el vaso en la mesada.
—Acá tenés —su plan era que la esposa se levantara de su silla, para ver si en realidad le tenía miedo a él. Pero no hubo respuesta, sólo el maullido ahogado del gato y el sonido del agua al dar con la vajilla sucia.

Marcos estrujó la esponja y salió espuma. Entonces un gritito, un quejido, y el arrastrar de una silla. Volteó.

Valeria de pié con el rostro pálido y desencajado, frente a ella la chiquita había colocado a Fantasma sobre la mesa y le había introducido el bracito hasta el codo por el ano. El pobre animal ya debía de estar muerto, sus ojos saltados parecían demostrarlo, pero boqueaba, sacando la lengua teñida de rojo. Los mayores se echaban caras, como preguntándose quién de los tres era el que estaba soñando.
—¡Miau, soy el gato mimoso! —Juana demostraba grandes dotes para la ventriloquia mientras la sangre escurría por su tersa piel—. Necesito un trapito para limpiarme, miau…

El que se hacía llamar padre se abalanzó sobre ella, pero quedó a mitad de camino, la niña lo paralizó con la mirada.
—¡Me tenés ganas! —Exclamó Juanita cada vez más grave, y comenzó a lamer a la mascota—. Hacele mimos al gatito mimoso, vení, vení, miau.

Fantasma comenzó a maullar como cuando se encelaba y dejaba su sangre y su semen en otros monstruos vespertinos.

¡Cómo cambia la vida de la noche a la vigilia con una simple máscara!
Juanita se dirigió al estar. Los mayores se miraban nerviosos, y hablaron en voz baja.
—Llamá a la policía… —susurró Valeria.
—¡La puta madre, boluda! ¡¿Está loca?!
—¡No le vayas a pegar!
—¡Callate!

A la cocina llegaba la melodía entonada por la voz de una soprano ronca y una niña, a la vez.
—Se pasa la vida como en un día, por la tarde se iban tus padres, y por las noches yo me moría.

Los adultos espiaban. Mientras la peque tarareaba el resto de la canción y movía el brazo libre como dirigiendo una orquesta. Luego el heterogéneo ruido de huesitos partidos y vísceras estrujadas, postfacio del deceso lamentable del bicho tan querido por la familia, tan adorado por el patriarca.

¿Cómo luchar contra algo que no se sabe cómo vencer? ¿Cómo conocer algo que no interesa? Los Zalla recién despertaban al terror verdadero, aunque cada uno temía a algo diferente, porque cada uno desconocía cosas diferentes del asunto.
—Eso pasa por cuestionarme cada vez que te pido que hagas algo —exclamó la esposa acongojada—… ¿Qué va a decir mi vieja cuando se entere?
—A la noche la nena me cuenta todo, y no le prestás atención, quiere que la oigan.

Vale se apoyó en la baranda para no caerse.
—¿Qué te cuenta?
—¡¿Qué carajo te importa que me cuenta?! ¡¿Qué me importa lo que diga la gorda puta de tu vieja!? —a Marcos le estrujaban el gañote la impotencia y la bronca.

Por un momento, la familia volvió a la majestuosa normalidad. Hasta que la infanta arrojó un bloque de color rojo al pecho de la mujer, que le preguntó al soberano:
—¿Por qué no le pegaste una patada?
—¡No pude! —resopló Marcos, y el frío que comenzaba a hacer formaba vapor en sus débiles palabras.

Y hubo silencio, el tictac del reloj, un coche por la calle. Un sonido como el que hacen las muelas al masticar. Una risita traviesa, y la imitación del maullido constante. El olor fuerte de orina brotaba de un charco de la alfombra.

Marcos, decidido, se encaminó hacia el pequeño y colorido muro. Iba a derribarlo de una patada pero lo que quedaba de su instinto paterno indicaba que podría lastimar a la niña con el ángulo de un cubo, entonces se asomó por encima y lo primero que vio fueron sus ojos descomunales que parecían los de un gato a la noche, el diafragma ocular esbozando el abismo y el reflejo. Contemplaba paralizado el rostro morado de Juanita que parecía desfigurado, los pómulos inflamados, los labios cuarteados salpicados de vómito verde, un semblante a mitad de camino hacia la adultez, en una caricatura híbrida y blasfema, aunque pudo ser el efecto de las luces de morgue de la cocina.

Riéndose, Juana derribó con su mascota algunos bloques, entonces corrió hacia las escaleras y subió haciendo aspavientos. Marcos abrazó a Valeria, cubriéndola. Resistieron el impulso de llamar por teléfono y de huir de la morada. Qué dirían los vecinos y parientes, qué haría la niña quedando sola. Nada bueno sucedería dejando la casa.

Las luces volvieron a apagarse, excepto la de la escalera. Una invitación cordial. Los crujidos de la madera y los susurros en la cocina hicieron que la pareja salga impelida del lugar, sabían que mientras caminaban, las sombras hacían escolta. Abrazados subieron, Valeria no dijo nada acerca del cuchillo que guardaba en su cintura. Papá se adelantó, haciendo señas toscas y violentas a su mujer para que aguarde.

Valeria quedó escuchando mientras se chupaba las uñas esculpidas y rojas. Murmullos.

—No quiero que venga el monstruo, quiero jugar.
—Soltá el gato, vamos a dormir, no hace bien que te quedes despierta mientras estamos durmiendo, ¿viste cómo sufre mamá?

Silencio, rozar de sábanas, silencio, chasquidos viscosos.

Valeria se acercaba a la habitación despacio, y no pudo sofocar un insulto —¡Pendeja de mierda!—, se asomó tomando recaudos, primero un ojo, luego la cabeza, hasta que vio a la niña incorporada en la cama abrazando a Marcos, miraba por sobre el hombro del progenitor, con una sonrisa y mirada pícara hacia a la puerta, viendo que la madre estaba asomada, y gritó, como llorando.

—¡Dejame en paz, vieja! —lo peor de esta exclamación, es que la hizo con su propia voz mientras se quitaba de encima Marcos. Tomó el cadáver del gato y lo arrojó contra la puerta. Valeria echó a correr hacia su habitación, llorando por no saber cómo controlar a la criatura.
Marcos aferró a la chiquita y la abrazó de nuevo.
—Perdoname —dijo él llorando.

La señora Zalla dejó la cuchilla que portaba oculta sobre la mesita, y mientras se ponía el pijama pensaba una coartada en caso de que la niña la delate. Se acostó, preocupada. Al rato se le unió el marido, silencioso, y quedaron los dos mirando el techo, y se sintieron más unidos que nunca, aunque no lo estaban.
Los chicos crecen, la casa es otra.

Flash, Marcos de frente. Flash, perfil izquierdo de Valeria. Flash.

—No digas nada que viene el monstro —advertía papá, mientras limpiaba el semen del vientre de la niña.

—Mirá que viene el monstruo —amenazaba mamá, mientras Johnny meaba en el baño a la hora de la siesta.

Los muros son para derrumbarse.

El juez no creyó nada de lo que argumentaron Marcos y Valeria Zalla, pero el forense encontró dos fragmentos de uñas que correspondían a la mano derecha de la niña en el intestino del cadáver del gato.

2 comentarios:

ODA (María del Carmen SV) dijo...

Te quedó buenisimo. Felicidades.

Claudio Siadore dijo...

Gracias Mari!!!