Es de noche. Los vampiros vuelan
sobre el bosque. Roncan a coro una horrible canción. Rozan la copa de los
árboles esqueléticos y rojos con sus pies pero no detectan la presencia de
Marty, que tiembla al recordar los dientes de rata y esas lascivas miradas. El
niño no va a permitir que desgarren su cuerpo en el aire como lo hicieron con
sus seres queridos.
Toma un
respiro y se aparta cada vez más del camino. Detrás los crujidos se
multiplican, pero Marty no voltea, sigue firme hacia la comisaría donde,
sospecha, los vampiros suelen descansar mientras es de día.
Encuentra las
puertas abiertas y un pequeño arsenal desparramado en el suelo. Toma un
revólver como el que poseía su padre.
Abre algunas persianas y
cortinas. Observa el fulgor inédito de las estrellas sobre el pueblo. Se
encierra en la celda con llave.
Al cabo de
unos minutos comienza a repiquetear sus mocasines contra las baldosas. En
vez de sueño y descanso, horas de impaciencia y memorias. Luego, la ominosa
melodía de los no vivos, el tumulto, los chillidos y arañazos en el tejado,
lluvia. Largos quejidos de puertas y ventanas. Los pasos que se acercan. Marty
contiene la respiración, apesta a muerte. Las sombras se brotan de los marcos
de las ventanas. Dispara una vez, dos veces. Ve cómo, de a poco, la gloria de
la mañana penetra la estancia. Recarga el arma. Sospecha que el silencio repentino
es una trampa, pero aún así abre la celda. Sale empuñando el revólver, camina
lento hacia la puerta de salida, que está abierta.
Llueve. Llueve
sangre. La figura de un hombre lo espera afuera, a quince yardas. Es su padre.
Se miran, no
están sorprendidos, el hijo apunta a los ojos y dispara con pena. La bala da en
la garganta; el vampiro se retuerce unos instantes hasta que al fin cierra sus
ojos.
Marty toma las llaves
y la billetera de su padre del bolsillo donde siempre las guarda.
Vuelve a su
casa donde se pudren los andrajosos restos de su madre, besa el cráneo. Se
monta en la bici y, antes de abandonar el pueblo por la carretera, le da dos
balazos al cartel que condena: Bienvenido a Jerusalem’s Lot.
Mientras tanto,
el padre de Marty se arrastra, se resguarda en las sombras y sonríe orgulloso, al
fin ha confirmado que su hijo lleva en las venas su misma sangre.
Ilustración: Detalle de "They All Float" por Jacobo González Izquierdo
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