La curiosidad me torció la mirada dos veces, y me dejé llevar por el impulso hacia adelante, si es que aquellas montañas eran adelante.
Siempre vi como los vivos transitan su senda entre lo muerto, pero hasta ahora no entiendo qué era yo, pues estoy mas alegre que otros días. Quizá no quiera arrastrarme sobre mis pasos para no reconocerme desangrado. Esos trozos de carne en algún momento encadenaron mi espíritu.
Ahora sí puedo amarte.
Los que se mueven por las grietas de la historia, los que descansan bajo el lecho de los dioses, y los que danzan y corren al borde de la Sombra, son los que comparten mi paisaje. Los ancianos van al Cielo y los suicidas quedan inmóviles, bajo tierra.
El cenit de la madurez es un cadáver, nunca madures.
Desde mis ojos de muerto voy a verte, con la esperanza de un pétalo al fuego, con la altivez del musgo sobre el prócer.
La ansiedad viaja más rápido y delante de mí, sobre la parra eterna de las estrellas, alimentándose de asteroides desprendidos de mi propio cuerpo.
Una partícula de tu presencia, una imagen de tu sonrisa, mariposa nocturna, una distancia amurallada y la punta de mis dedos. El fúnebre aroma del café, y un delgado hilo de saliva y tinta, de unos ojos que tienen letras mías. Quería ir por vos, pero estaba entrando en la boca del Caos. ¡Cómo cae la fachada de las cosas cuando uno empieza a sentirse hombre!
Los carruseles de las plazas nunca quedan vacíos, y yo queria verte de cerca, saber cuantos planos habitas, de qué manera te meces en las hamacas y en qué mausoleo te escondes para llorar. Pero llegué a una tierra reseca por años, apenas humedecida por la niebla pasajera. Y ví montículos de carne, cuerpos muertos, y un arroyo rojo y coagulado. Un hombre parecía danzar con una mujer corrupta. Me acerqué con una paciencia aleteante, para perturbarme como nunca, no porque él estuviera fornicando con aquellos restos (eso ya lo había visto en templos que se decían sagrados), sino por que el cuerpo respondía a sus embestidas, siguiéndolo con sus ojos de uvas pasas, con gemidos putrefactos. El hombre era delgado pero fibroso, variaba su postura y su ritmo de penetración. De repente el tiempo transcurría como una llovizna, y al instante pasaba a ser granizo y tifón. Él me miró y me dijo: “Éste es mi Paraíso, soy Dios, bienvenido”.
Dí vuelta la cara y te vi. Estaqueada en el barro, y te tomé. Sabía que eras el cadáver de otra persona, pero me supe dios, y te doté de vida.
¡Qué poderoso es el amor! Caminas muerto por medio mundo para encontrar poesía en la zanja de un cementerio abandonado.
Me voy esparciendo en tu tierra, polvo del alba.
No necesito una muerte para ver tu alma, ni un camino para llegar a tus manos, ni despertar para que estés acá, hablándome como un poema, mirándome desde un atesorado instante de tu presencia…
Estoy vivo.
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